Llevo mucho tiempo dándole
vueltas a la idea de la muerte. La crisis de la hoja en blanco se vuelve real
con esta consigna. Escribo sobre muertes cercanas, y la hoja se completa de a
poco, pero no me gusta nada. No veo un hilo conductor interesante, sólo hay
angustia. Generalmente tiendo a hacer remates cuasi graciosos, son intentos de
sacar el dramatismo a los pensamientos que voy escupiendo a través del teclado,
pero siento que con este tema tengo el nivel de la comicidad bloqueado. Es como
si no pudiera escaparle a la solemnidad. Quizás muy dentro mío siento que no
tengo autoridad, si es que existe tal cosa, para hablar de un tema así, tengo
miedo de ser muy fría, o muy trágica. En estos últimos años, vi gente querida
perder a personas muy importantes en su vida. La muerte parecería a mis ojos,
ser más el dolor que queda, que la persona que ya no está.
A nivel personal, no tengo idea
cuándo descubrí la muerte. Mi abuela materna murió antes de que yo naciera,
siempre hubo ausencia. Es muy difícil hablar de ciertas cosas, y nunca me gustó
hurgar en la gente. Por eso lo que se de ella lo descubrí con el paso de los
años, por frases sueltas, comentarios en reuniones familiares y anécdotas
esporádicas. Detalles como su temperamento y su terquedad. La liviandad con la
que trataba a su hijo varón mientras que mantenía a raya a su hija mujer. En
ese sentido no sé si me hubiese caído muy bien. Las tercas con otras tercas y
encima machistas, no se soportan mucho.
Sentí el dolor detrás del
recuerdo y por eso nunca pregunté demasiado.
Siempre mantuve la misma política
ante esa situación, es que frente a la muerte, todos tienen la misma mirada. Se ve reflejado en sus ojos, en la posición de
su boca, la rigidez momentánea que adquieren sus movimientos mientras miran al
pasado y tratan de sonreírle a su recuerdo.
La primera de esas miradas que vi
en mi vida, no la voy a olvidar nunca. Quizás porque éramos los dos muy chicos,
y porque nunca había visto alguien de mi edad mirar así. Era bajito y tenía
anteojos redondos, era nuevo en el colegio. La maestra lo presentó frente a
toda la clase mientras observaba el piso, muy tímido.
A veces las fotos demuestran
mucho, más de lo que nosotros quisiéramos. Las fotos escolares de sus primeros
años eran un espejo de su alma pequeña. Cuando por casualidad abro la caja de
fotos y me las encuentro, me cruzo con esa mirada, esos ojos tristes, no hay ni
una sonrisa que disimule. Quizás cuando somos chicos no nos interesa tanto aparentar
o aprendemos a lidiar con ciertas cosas. Ya más grandes, esa misma mirada
aparece cuando me cuenta alguna anécdota. Lo observo atentamente, lo escucho, y
sin que lo note le presto atención al brillo que sale de sus ojos cuando se
emociona. No dura mucho, a veces un segundo, la luz se apaga y se bloquea por
un rato. Entonces hablamos de otra cosa, y trato de llenarle la retina de emociones
que lo distraigan.
La segunda mirada ya es más
cercana a la actualidad y me refleja el miedo al vacío, a la columna que
sabemos que no va a estar más para sostenernos. La muerte la sorprendió de más
grande y tanto ella como yo sabemos que eso significa no sólo ausencia, sino
empezar a tomar más responsabilidades. Miedo, es la palabra que define esta
segunda mirada.
El duelo consiste en dos partes,
el externo y el interno. Necesitamos contención, aire, que alguien nos escuche
lo que como disco rayado tenemos para expresar, o nos acompañe en el silencio,
que también dice mucho. Pero hay un duelo interno, que empieza cuando se van
todos y quedamos solos en la pieza. La angustia sube como burbujas en la
garganta y sale en forma de lágrimas, pero es importante también poder estar
solos. Aprender a lidiar con nuestras penas para aprender más de nosotros
mismos. Somos al final una combinación de lo mejor y lo peor que tenemos dentro.
La tercer mirada que vi, fue
mucho más reciente y se asemeja muchísimo a la primera, pero sólo fue por un
instante, y en dos únicas ocasiones. Fue un momento en el que le quedó la
guardia baja y se sorprendió a si mismo hablando de cosas que no suele hablar.
Pero como es característico en él, sus ojos
volvieron a tener color en cuestión de segundos y su mente buscó con qué cortar
el hielo del silencio. La segunda vez, ya no estuvo tan preocupado en disimular,
pero yo no quise entrar en su mirada. Sentí que espiaba por la ventana hacia la
casa de un vecino que todavía no estaba muy seguro de si quería ser visto. Así
que como buena vecina, cuando nuestras miradas se cruzaron, le dediqué una
sonrisa y dejé la cortina abierta, mientras ponía música, para que supiera que
si tenía ganas de pasar, había alguien del otro lado.