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jueves, 19 de septiembre de 2013

Fellini

Lo primero que recuerdo es el frío y el agua helada que caía desde el cielo. Toda la caja estaba mojada y yo ya no tenía ganas de maullar. No sé si estuve en la misma posición por horas o minutos, sólo sé que no podía parar de temblar. En algún momento de la noche la lluvia paró y a lo lejos se empezaron a escuchar unos pasos firmes y apurados. Quizás era la única oportunidad que iba a tener. Hice todo el ruido del que fui capaz y esperé, me quedé en silencio y los pasos también cesaron. Pero no sentía que nadie se acercara a donde yo estaba.
Con desesperación volví a maullar y a moverme todo lo que pude dentro de mi caja de cartón. Volví a parar. No había ningún ruido en la calle, ni autos, ni lluvia, ni pasos. Sentí una llave en una cerradura y el sonido una puerta que se abría. Mi miedo aumentó, escuché un golpe y otra vez el silencio.
Clac, clac, clac, clac, claNNN. La tormenta volvía a descargarse sobre mi caja y supe que ése era el final. Hubo un ruido de una puerta abriéndose y pasos corriendo hacia donde yo estaba, de repente me levantaron y me llevaron bajo techo.
Fue entonces cuando lo vi. Abrió las tapas de la caja con delicadeza y con miedo me quedé duro hasta que la luz de entrada del edificio me cegó. Sólo pude ver un pelo negro muy mojado, ojos oscuros  y una nariz ancha.
Lo siguiente que recuerdo fue el calor. Pasé unos minutos en su campera y después intentó frotarme con algo suave, pero cuando empezó a hacerse molesto, comencé a maullar. Me puso arriba de algo seco, en la esquina más caliente de la habitación, cerca de una llamita. Cuando dejé de tener frío, me empezó a doler la panza y me dio algo blanco para tomar.
Me llevó con una mujer con delantal para que me pinchara, me enseñó a hacer pis y me dejó dormir con él cuando aprendí  a no mojar su cama.
A veces estábamos los dos solos, y a veces ella se quedaba con nosotros. No se me acercaba mucho porque empezaba a hacer un ruido raro con la nariz y no paraba más. Después de un par de gritos entendí que no tenía que pasar muy cerca de ella y él empezó a cerrar la puerta de la habitación. Yo me quedaba solo en el sillón, con mi pelota de telgopor y un pañuelo negro.

-¿Te hace muy mal Felli?
-Es increíble que le hayas puesto ese nombre.
-Es un gato, se tiene que llamar Fellini.
-Sí, no sé, salgo de acá y a las dos cuadras no paro de estornudar.
-¡Qué bajón! Bueno, tomá, te estás por olvidar tu pañuelo negro.
-Gracias amor.

Dejó de venir.
Aprendí a subirme a la cama sin ayuda. Cuando él llegaba a casa éramos nosotros dos solos y el departamento todo mío. Dormíamos hasta el mediodía y nos acostábamos a las 4 de la mañana.
Él se la pasaba escribiendo cosas y mirando una caja desde el sillón. Podía estar horas así, en la misma posición, mirando a la gente de la caja moverse. Cuando se quedaba en negro tocaba unos botones y volvía a tener colores y personas adentro. No entendía cómo podía estar quieto durante tanto tiempo, por qué prefería estar sentado mirando gente pasar y no sentir la necesidad de liberarlos. Sólo los escuchaba, no hablaba con ninguno, a no ser que las personas en la caja estuvieran pateando una pelota en un piso verde. Ahí gritaba mucho, pero nadie le contestaba.
A veces se quedaba un rato mirando y tocando una pantalla del tamaño de su mano, cada vez que sonaba, yo intentaba agarrarla pero él no me dejaba. Era otra caja de personas que se movían y le hablaban, pero cuando él decía algo, sí le podían contestar. ¿No era más fácil rescatar a quien sea estuviese adentro y conversar frente a frente?
Dormíamos juntos siempre, y si estaba enfermo yo lo cuidaba.
Una noche llegó ella. Debí haberlo sabido. Recibió un mensaje a la tarde y se puso a buscar ropa nueva, fue al baño y cuando salió, con una toalla por la cintura y una sonrisa en la cara, se puso a tararear una canción. Levantó las medias tiradas, agarró la escoba y se enojó conmigo porque le tiré mi pelota  donde estaba barriendo.
Sonó el celular, me acarició la cabeza y me dijo que en un rato venía. Cuando abrieron la puerta me quedé en una esquina, si la hacía estornudar quizás le arruinaba todo de nuevo.
Pero ella, no era ella, era otra ella. Apenas me vio me saludó. Eso ya era extraño.
Él se fue a la cocina y ella dejó sus cosas desparramadas por el sillón, se sentó en una silla y me miró fijamente, llamándome con las manos.

-¡Es re lindo!
-Tené cuidado porque es traicionero.

Me le acerqué despacio en zigzag , no era cuestión de correr hacia la primer desconocida que me dijera algo lindo. Él le alcanzó un vaso y volvió para la cocina.
No parecía una amenaza, principalmente porque había casi siempre varios centímetros de distancia entre ellos. Cuando se acomodaron para mirar juntos a las personas dentro de la caja, me subí arriba de él y empecé a caminar y a frotarme contra sus manos. Tímidamente ella también me empezó a acariciar y me sorprendió lo  bien que me sentí. Después de dos minutos así,  necesitaba morder algo, así que le dejé un par de marcas y me hicieron bajar.
Cuando terminó la película, no apretaron los botones para que las personas volvieran a aparecer sino que apagaron la luz y empezaron a jugar.  No entiendo por qué se enojan conmigo cuando los muerdo, si ellos cuando juegan también se muerden y se atacan. Se pelearon por todo el departamento, se chocaron con las paredes y llegaron a la habitación. Yo que ya sabía subirme a la cama desde hace unos meses intenté sumarme, pero él me tiró al piso cada vez que lo intenté.  Cuando el juego terminó, prendieron la luz y ella se fue al  baño, después entró él y ella se acostó en mi lugar. Esta vez no me iba a pasar lo mismo. Subí y la ataqué. Pero gritó, y él me echó de la pieza con una zapatilla mientras cerraba la puerta.
No pude dormir en toda la noche, tiré los libros que pude de los estantes y desparramé mi comida por todo el piso. Otra vez me había dejado afuera.
Volvió a venir, una, dos, muchas veces. Siempre que podía la atacaba, le saltaba encima o cuando estaba en mi lugar de la cama nos mirábamos fijamente por minutos. Jugaba conmigo todo el tiempo, me robaba la pelota y me acariciaba, pero en cuanto los rasguños le empezaban a doler un poco me empujaba con un almohadón y se enojaba. Al rato volvía y hacíamos lo mismo.
Nos quedábamos los tres despiertos hasta las 4 de la mañana y nos levantábamos al mediodía. A veces cuando todavía estaban las persianas bajas y el departamento a oscuras, ella se levantaba y desayunaba mientras él dormía. Pero no estaba sola, yo me frotaba entre sus piernas y la mordía un rato  hasta que se iba. Me decía chau y yo iba a ocupar mi lugar en la cama al lado de él.
Venía todas las semanas, de noche, de día, por un par de horas o por todo el día, bailaban por el todo el departamento, cocinaban, cantaban y pasaban horas frente a la caja con personas adentro. Jugaban a veces mucho, a veces un poco, pero nunca más cerraron la puerta del dormitorio. Había un pacto, yo  no los molestaba mientras jugaban y ellos me dejaban dormir en el lugar que quisiera. Funcionaba muy bien. A veces hasta dormía siestas pegado a las piernas de ella.
Después de un tiempo empezó a tardar más en venir y cuando lo hacía estaba por menos tiempo. Pero nunca dejaba de jugar conmigo.
-Creo que no está funcionando.
-¿Vos… me querés?

No me acuerdo dónde quedó mi pelotita. Los dejé en el comedor y me fui a buscarla a la pieza, cuando volví ella se había ido y él estaba sentado en el sillón, prendiendo la caja.
-Vení, Felli, vení.
Subí a su lado y lo miré. Me empezó a acariciar suavemente y me quiso levantar sobre sus piernas. Me quejé, no tenía ganas, lo rasguñé y seguí buscando mi pelota, había perdido mi juguete favorito.
Las próximas semanas empezaron a venir varias ellas. Todas distintas. La colorada venía los martes, la morocha de pelo largo algún que otro jueves, y había una rubia con rulos que se reía muy fuerte y olía a perros que caía cada tanto. Siempre que jugaban me cerraban la puerta, otra vez, la misma historia. Como si no supiese ya cuáles son las reglas del juego.
Empezó a venir más seguido un grupo de personas con las que él se pasaba despierto toda la madrugada abriendo envases. Llovían las tapitas de chapa, mucho mejores que la vieja pelota de telgopor que no hacía ruido.  

Una noche no vino nadie, éramos los dos solos de nuevo. Me habían robado las tapitas y seguía sin encontrar mi pelota. Las persianas estaban entreabiertas y se veía una luz blanca. Era demasiado temprano todavía para dormir pero él ya estaba en la cama. Me sentía mal, hace tiempo que no jugaba con nadie.  Me subí y me acosté mirándolo, ese costado de la cama estaba frío. Fue entonces cuando lo vi, tenía la cara mojada como el día que lo vi por primera vez. Pero no entendí mucho por qué, si hace tiempo que no llovía.

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