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jueves, 30 de mayo de 2013

Una consigna que me supo poner incómoda

Llevo mucho tiempo dándole vueltas a la idea de la muerte. La crisis de la hoja en blanco se vuelve real con esta consigna. Escribo sobre muertes cercanas, y la hoja se completa de a poco, pero no me gusta nada. No veo un hilo conductor interesante, sólo hay angustia. Generalmente tiendo a hacer remates cuasi graciosos, son intentos de sacar el dramatismo a los pensamientos que voy escupiendo a través del teclado, pero siento que con este tema tengo el nivel de la comicidad bloqueado. Es como si no pudiera escaparle a la solemnidad. Quizás muy dentro mío siento que no tengo autoridad, si es que existe tal cosa, para hablar de un tema así, tengo miedo de ser muy fría, o muy trágica. En estos últimos años, vi gente querida perder a personas muy importantes en su vida. La muerte parecería a mis ojos, ser más el dolor que queda, que la persona que ya no está.
A nivel personal, no tengo idea cuándo descubrí la muerte. Mi abuela materna murió antes de que yo naciera, siempre hubo ausencia. Es muy difícil hablar de ciertas cosas, y nunca me gustó hurgar en la gente. Por eso lo que se de ella lo descubrí con el paso de los años, por frases sueltas, comentarios en reuniones familiares y anécdotas esporádicas. Detalles como su temperamento y su terquedad. La liviandad con la que trataba a su hijo varón mientras que mantenía a raya a su hija mujer. En ese sentido no sé si me hubiese caído muy bien. Las tercas con otras tercas y encima machistas, no se soportan mucho.
Sentí el dolor detrás del recuerdo y por eso nunca pregunté demasiado.
Siempre mantuve la misma política ante esa situación, es que frente a la muerte, todos tienen la misma mirada.  Se ve reflejado en sus ojos, en la posición de su boca, la rigidez momentánea que adquieren sus movimientos mientras miran al pasado y tratan de sonreírle a su recuerdo.
La primera de esas miradas que vi en mi vida, no la voy a olvidar nunca. Quizás porque éramos los dos muy chicos, y porque nunca había visto alguien de mi edad mirar así. Era bajito y tenía anteojos redondos, era nuevo en el colegio. La maestra lo presentó frente a toda la clase mientras observaba el piso, muy tímido.
A veces las fotos demuestran mucho, más de lo que nosotros quisiéramos. Las fotos escolares de sus primeros años eran un espejo de su alma pequeña. Cuando por casualidad abro la caja de fotos y me las encuentro, me cruzo con esa mirada, esos ojos tristes, no hay ni una sonrisa que disimule. Quizás cuando somos chicos no nos interesa tanto aparentar o aprendemos a lidiar con ciertas cosas. Ya más grandes, esa misma mirada aparece cuando me cuenta alguna anécdota. Lo observo atentamente, lo escucho, y sin que lo note le presto atención al brillo que sale de sus ojos cuando se emociona. No dura mucho, a veces un segundo, la luz se apaga y se bloquea por un rato. Entonces hablamos de otra cosa, y trato de llenarle la retina de emociones que lo distraigan.
La segunda mirada ya es más cercana a la actualidad y me refleja el miedo al vacío, a la columna que sabemos que no va a estar más para sostenernos. La muerte la sorprendió de más grande y tanto ella como yo sabemos que eso significa no sólo ausencia, sino empezar a tomar más responsabilidades. Miedo, es la palabra que define esta segunda mirada.
El duelo consiste en dos partes, el externo y el interno. Necesitamos contención, aire, que alguien nos escuche lo que como disco rayado tenemos para expresar, o nos acompañe en el silencio, que también dice mucho. Pero hay un duelo interno, que empieza cuando se van todos y quedamos solos en la pieza. La angustia sube como burbujas en la garganta y sale en forma de lágrimas, pero es importante también poder estar solos. Aprender a lidiar con nuestras penas para aprender más de nosotros mismos. Somos al final una combinación de lo mejor y lo peor que tenemos dentro.
La tercer mirada que vi, fue mucho más reciente y se asemeja muchísimo a la primera, pero sólo fue por un instante, y en dos únicas ocasiones. Fue un momento en el que le quedó la guardia baja y se sorprendió a si mismo hablando de cosas que no suele hablar. Pero como es característico en él, sus ojos volvieron a tener color en cuestión de segundos y su mente buscó con qué cortar el hielo del silencio. La segunda vez, ya no estuvo tan preocupado en disimular, pero yo no quise entrar en su mirada. Sentí que espiaba por la ventana hacia la casa de un vecino que todavía no estaba muy seguro de si quería ser visto. Así que como buena vecina, cuando nuestras miradas se cruzaron, le dediqué una sonrisa y dejé la cortina abierta, mientras ponía música, para que supiera que si tenía ganas de pasar, había alguien del otro lado.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Qué lindo es no pensar

Su cabeza era un caos, por eso amaba entrar en ella. Un laberinto de recuerdos y emociones cruzadas, bosques impenetrables. O como una laguna, que de lejos parece tranquila y poco profunda, pero una vez que metes el pie, todo se desdibuja, y de repente estás en una tormenta en medio del mar. Si en realidad me detengo a pensar, nunca pude meter más que el pie, porque me dio miedo, y porque él no me dejó. Sabíamos que corría el riesgo de ahogarme, mala mía, nunca aprendí a nadar.
Ahogarse no significa morirse, pero sí asfixiarse.  A veces le tenemos más miedo a lo que conocimos que a lo que no. Esa sensación de estar en una burbuja, que te falte el aire, que el corazón se te acelere y te den ganas de vomitar. Mirar para todos lados en busca de una salida y sentirse capaz de romper todo a tu alrededor para huir y poder respirar de nuevo. Claustrofobia.
Te das cuenta cuando te cruzás con una persona así, estamos siempre cerca de la puerta para escapar en caso de emergencia, no nos gusta que todas las miradas recaigan en nosotros ni que la gente se amontone a nuestro alrededor. Tampoco los anillos ni las formalidades y en cierto sentido somos como los gatos, que a veces no saben qué hacer con el cariño y empiezan a rasguñar al dueño.
Me abrió la puerta y pasé tímidamente, hizo una seña con la mano y se fue a la cocina, quizás me había invitado a sentarme en el sillón. Dudé, quizás sólo había dicho “esperame acá”. Me quedé sola en el comedor, con una mano en el picaporte y la otra en el bolsillo. Pero pasaba el tiempo y me sentía estúpida tan cerca de la puerta y en la misma posición.
Suspiré y me saqué el saco, todavía parada en el mismo lugar. Vino y me trajo un vaso de coca.
-Si la pensábamos mucho, no la hacíamos.
-Está bueno no pensar tanto.
Me alejé de la puerta y me senté.

Mi ejército personal

Empecé haciendo una lista de cosas que odiaba, quizás así surgía algo interesante. Y me di cuenta que no le declararía la guerra a ninguna persona que haya conocido, me limito a detestar algunas actitudes, por ejemplo una embarazada que pide a gritos un asiento apenas sube al colectivo, una clienta que le grita a la cajera, cuando hablan en el cine o el profesor que había dicho “voy a tomar ideas generales” te pregunta sobre un pie de página.
Declarar la guerra y odiar, requiere demasiado esfuerzo, como cuando sos chica y tenés un grupo de amigas, pero todos sabemos que las minas desde chicas somos complicadas, eso del grupo de amigas en realidad es dos más dos que se juntan con dos, que se llevan bien con otras dos y se complotan cada tanto para criticar a todas las demás. O así era en mi colegio, colegio de monjas por supuesto. Cuna del conventillo. Decidir empezar a odiar a alguna, era un dolor de cabeza, porque te tenías que dejar de hablar con su mejor amiga, y convencer a todas las demás para que se te unieran y llevaran tu bandera de guerra. Empezaba el recreo y era una pelea casi a la altura de la batalla final por la destrucción de Mordor.
Y a mí nunca me gustaron esas batallas, las frases que iban y venían, el “ella dijo que vos dijiste que ella te contó”, no eran para mí. Siempre traté de mantenerme al margen de todo eso. Básicamente por dos razones: alguien que le declara la guerra a alguien, si lo atrapa, lo tiene que hacer su esclavo, dejarlo libre o matarlo, o en nuestro caso, seguir viéndose todos los días en clase. Y no estaba segura que opción tomaría. Además de que debía conseguir un ejército poderoso y no contaba con uno.
Antes que la guerra, prefería el exilio, retirarme en buenos términos y probar mejor suerte con otras compañías. Muchos dirán que eso es madurez, y acá llegamos al punto  ¡Lo encontré! Ya sé que odio con toda mi alma; la frase “sos madura para tu edad”. Frase espantosa si las hay, y que me han repetido a lo largo de mi vida profesores, compañeros, amigos, parejas, todos llegan a la misma conclusión: “sos madura para tu edad”. Y ahora, ya próxima a los 23 años, se complementa con “sos adulta”.
Si hay algo peor que la palabra “madura” es la palabra “adulta”. Es una mala palabra. Los adultos viven corriendo, trabajan, estudian, duermen poco, están cansados, tienen poca paciencia y muchas responsabilidades. Esa hubiese sido mi definición de adulto muchos años atrás. Esperen… Yo vivo corriendo, trabajo, estudio, duermo poco, estoy cansada y tengo poca paciencia. La puta madre, creo que soy adulta.
Así que además de “madura para mi edad”, ahora soy “adulta”. Convergen en mi persona dos malas palabras. Pero no soy la única que detesta esto de la adultez que se viene, muchos odian cumplir años, que para mí no es más que una variante a esta crisis y al problema de esas dos malas palabras.
Da vértigo si se piensa mucho, pero por suerte no soy de esas personas que piensan mucho, por lo menos trato de no hacerlo. Creo que pensar demasiado hace que te choques con paredes imaginarias, mientras que ir sintiendo y palpando hace que te golpees con paredes reales, quizás más dolorosas, pero por lo menos no son creadas por uno mismo.  Cuando das con una de éstas, te golpeás la cara, pero en realidad te duele todo el cuerpo. Parece muy alta para saltarla y muy dura para golpearla, pero recordás que cada pared tiene su punto débil. Encontrarlo puede ser trabajo en equipo, puede venir de algunos consejos de personas que tuvieron una pared con características similares enfrente y te ayudan a encontrar el ladrillo hueco que es más fácil de romper.  O quizás la respuesta esté en una escalera, el típico “piecito” que te hacían tus amigos para agarrar la pelota que quedó en el árbol.
Había dicho antes que para declarar la guerra había que tener en cuenta dos cosas, qué hacer con el enemigo capturado, y tener un buen ejército. Ya tomé una decisión con respecto a la primera cuestión, en caso de guerra, decido liberar a mis prisioneros, voy  a destruir los calabozos de mi castillo y convertirlos en piezas muy bien equipadas para huéspedes ocasionales. Y con respecto a mi ejército, después de varios años de andar y pelear codo a codo, puedo decir que tengo uno fijo y muy bien equipado. Cada uno de mis soldados son expertos en distintos temas, algunos son geniales sacando sonrisas, otros en curar heridas amorosas, otros hábiles bailarines, cinéfilos, alcohólicos, reflexivos, grandes lectores, en fin, tengo mi retaguardia bien cuidada. Separados cada uno es el mejor en su tema, juntos, son magia.
Así estoy más segura y lo desconocido no da tanto vértigo, las dos malas palabras no las odio tanto, y tengo un as en la manga por si alguien decide declararme la guerra, o necesito ayuda para saltar o romper otra pared. 

Cajita de sorpresas

¿Cómo es que la gente tiene ganas de seguir queriendo después de tantos intentos? Son todos masoquistas. El que viene y llega, hace un esfuerzo todavía más grande que el anterior para poder entrar, abre, mueve todo adentro, deja cosas hermosas, no puede evitar romper otras,  y se va. ¿Qué parte le toca al que viene? La paciencia de desandar el camino de los que ya pasaron, se encuentra con más candados, con más paredes.
Quizás haya dejado de convertirme en persona para ser una caja, una caja adentro de otra, pero es una caja medio rota y sucia, cansada y llorona. No tiene más ganas de ser una cajita de sorpresas, como un mago que se queda sin cartas y sin trucos para asombrar al espectador. Un mago medio pelo que es abucheado por un grupo de chicos que no entendieron sus trucos. La luz enceguecedora se apaga, y le dice que el espectáculo se terminó, que hizo su mejor esfuerzo, pero no logró asombrar a nadie.
Algún que otro truco habrá quedado como un recuerdo perdido en la mente de algún presente, esos que lo observaron, lo desnudaron con la mirada y que sin que el mago se diera cuenta, lo aplaudieron tímidamente cuando hizo su despedida final. No muy colorida, no muy alegre. Pero es eso, no es más que un recuerdo.
El mago cuando empezó su función con eso se hubiese contentado, con sacar alguna que otra sonrisa, pero estando arriba, iluminado, inspeccionado, se dio cuenta que esperaba otra cosa. Él había ido por un aplauso general, carcajadas, aprobaciones.
Está muy decepcionado, baja la tarima, piensa si retomar y practicar sus nuevos trucos más adelante. Le enseñaron que el fracaso es bueno, que hay que caerse y levantarse. Le da miedo no ser gracioso, no ser hábil, no poder lograr más que una sonrisa tímida. 
Pero es de esas personas que la crítica y la frustración lo golpean, pero a la vez le dan alas. No es inteligencia, ni madurez, ni nada, para mí simplemente es… conchudez.
Esta vida es muy puta mago, pero a mí me sacaste muchas sonrisas. Por favor no dejes de salir al escenario, la gente te dice que tenés mucho para dar, pasamos muchas cosas, no te me caigás ahora.