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jueves, 29 de agosto de 2013

Dimensiones paralelas


            Cuando tenía 15 años me tocó cursar con una profesora dinosaurio. Ésas que fueron profesoras de padres de alumnos y de profesoras jóvenes y no tan jóvenes. Ésas que en 50 años no cambian su modelo de enseñanza, las que entran al salón en punto, caminan lentamente hacia el escritorio, abren el libro de actas, lo firman, y todo eso, sin que vuele una mosca. Sí, todos sabemos lo que es una profesora dinosaurio, esas que responden al estereotipo de maestra que nunca falta, intachable, arreglada y por qué no, carente de ideas.

Este tipo de profesoras sarmientistas están en todas las disciplinas, biología, lengua, historia y por qué no, matemática. Ahora, cuando están al frente de una materia humanística específicamente, se me revuelve el estómago. Quizás no sea su culpa, quizás cuando fueron a aprender aquello que en su momento debió gustarles, que es enseñar y educar, no les explicaron que repetir como loros no es una buena forma de aprender. Pero eso no es justificativo alguno, porque si hay algo que tienen las profesoras sarmientistas, es tiempo  enseñando. Años y años y años y años ¿Nunca nadie les dijo que los alumnos no estaban aprendiendo nada? ¿Nunca se frustraron con el silencio en clase? ¿Nunca les molestó que nadie preguntara nada?
Se ve que no.
La profesora dinosaurio me tocó en Historia Social General. Vino con su libro de manual que todos compramos, se paró frente a la clase de 35 adolescentes y con voz monocorde comenzó a recitar hoja tras hoja, semana tras semana, en un año en el que muchos odiaron Historia. Probablemente lo que todos recuerden sea lo mismo que recuerdo yo, que la Guerra Fría fue una guerra armamentística y que la Belle Epoque fue un período previo a la Primera Guerra Mundial. Gracias por todo, fin de año, pasaron de grado.
Lo que nadie olvidaría nunca sería la forma de evaluar, pruebas extensas en las que se levantaba a firmar cada hoja en blanco antes de que empezáramos a escribir y lecciones orales todas las clases ¿Algún fin pedagógico como sacarle el miedo a hablar en público a sus jóvenes estudiantes? No, el único fin era repartir unos y hacernos sufrir.
-¿Cómo va a ser esto? ¿Usted va a ir llamando?
-No, pueden ir pasando ustedes ¿Quién quiere pasar?
Si alguien alguna vez se preguntó cómo hacer callar a un grupo numeroso de chicos en un salón, es con esa pregunta.
-Bueno, ya que no pasa nadie, pasá vos que preguntaste.
En esos momentos hasta las risas se vuelven mudas. Anotado como lección de vida: no hacer preguntas estúpidas. Después de esa segunda clase nadie  más habló, nunca. Así que la dinosaurio adoptó otro método, más doloroso y despiadado, sí, todavía más que el dedito acusador. Ahora involucraba un poco de suerte a la elección.
-Bueno, son 35 en la lista, vos, decime un número del 1 al 35.
-36.
Fue demasiado, carcajada general. Y si, pobre chica, nadie sabe cómo reacciona la gente en un momento de tensión.
-Perdón, digo 35.
-¡Silencio! Bueno, vos, decime otro número.
-¿2?
-Perfecto, y vos, decime otro número.
-7.
-Entonces, 35 dividido 2 más 7. Da 24, 5; y como redondeo para arriba da 25, la persona número 25 de la lista es…
Qué pesadilla.
Después del primer trimestre ya todos sabían quién se la llevaba a Diciembre y quién no. Y fue por esas épocas que se esparció un rumor, al parecer la dinosaurio era fiel creyente del dicho “hazte la fama y échate a dormir”. Lo que habían pensado iba más allá del copiarse con el libro abierto escondido entre las piernas y el banco, más allá que calcarle la firma para deslizar una hoja ya escrita con respuestas, lo que pensaron mis compañeros, fue un verdadero acto de rebeldía. Uno de los mejores alumnos, con mucho que perder a esa altura del año, decidió escribir en medio de una larga respuesta sobre el nazismo un pequeño comentario futbolístico. Se sacó un 8. Teoría comprobada. Fue en ese momento en el que descubrimos que además de pedirnos recitar de memoria, con comas y puntos incluídos, no leía lo que escribíamos.
Pese a todo esto, cuando nos juntamos todavía la recordamos con cariño, como esa persona que no nos enseñó nada de historia pero nos dio un par de anécdotas divertidas para recordar cuando estamos en grupo. A los que nos interesó la Historia seguimos carreras  humanísticas o compramos libros por nuestra cuenta, riéndonos de todos los pobres que tuvieran que cursar con ella.
No sabemos bien que pasó, si ella cambió, si los chicos cambiaron, o fue el tiempo. Pero al parecer la dinosaurio habría perdido sus poderes mágicos; ya no habría silencio cuando entra al salón, y ya nadie le tendría miedo ¿Habremos sido nosotros los responsables? ¿Se habrá filtrado lo del resumen del partido de fútbol en la prueba? Difícil saberlo en realidad. Lo que sí  sabemos es que cuando ella se dio cuenta que perdió el poder, se jubiló y se fue.
Mi hermano llegó a tenerla un trimestre, le advertí cómo eran las cosas pero no me escuchó. Quizás pensó que no era en serio porque cuando me enteré que la iba a tener, me reí mucho en su cara y le dije que se preparara, quizás no fui muy convincente. Se sacó un 4 en una prueba y fue una de las notas más altas, así que cuando la dinosaurio preguntó si alguien quería dar oral para levantar la nota, muchos tuvieron que pararse y empezar a recitar. 
Con los años, este tipo de situaciones en las que están todos en silencio esperando no ser llamados no se repitió con frecuencia, no de una manera lo suficientemente traumática como para ser escrita. Hasta la semana pasada. Podría establecerse una analogía entre un call center, donde estamos todos sentados respondiendo las consultas de los clientes de una determinada empresa de telecomunicaciones, y un salón de clases.
Cuando sabés que están haciendo reducción de personal y ves al supervisor caminar de una punta a la otra del piso, pensás que es la dinosaurio eligiendo a quién va a preguntarle sobre la Guerra Civil Española.

Espero que no sea a mí, no me acuerdo qué decía el manual sobre Franco, y no quisiera equivocarme en las frases exactas que tendría que decir para aprobar.


domingo, 18 de agosto de 2013

Microhistorias de colectivo

De Avellaneda hasta allá 1 hora mínimo, por las dudas salgo con una hora y cuarto de anticipación, ir con los minutos contados no hace bien al estrés propio de esta situación.
Con el tiempo descubrí que cuando estoy llegando tarde, es imposible no mirar la hora a cada minuto, pero aún así, con toda la telekinesis de la que soy capaz, no puedo hacer que el colectivo vaya más rápido. E inclusive, existe la posibilidad de que se active la ley de Murphy, esa que dice: “cuando estás llegando tarde, alguien corta la avenida principal, el bondi para en todas las esquinas o agarra todos los semáforos en rojo”.
En este horario no hay mucha gente viajando, la tarde es más para dormir la siesta, mirar telenovelas o estar encerrado en el trabajo, sea oficina, local de ropa o un kiosco. Yo, que estoy en la parada, miro hacia arriba y le sonrío al sol primaveral en invierno. No se si mi estación favorita se adelantó para que no caiga en una depresión de chocolates o el calentamiento global cada vez es más fuerte y mis nietos se van a derretir cuando salgan de picnic.
No sé, y no voy a amargarme al respecto, creo que no lo puedo cambiar demasiado ¡Hay tanta confusión! Que separemos la basura, que cerremos el agua cuando nos cepillamos los dientes. Sí señor vestido de verde, todo eso lo hago, pero las papeleras se multiplican, la minería a cielo abierto tiene una publicidad oficial en la radio y los proyectos de biodiesel que hacen los estudiantes de ingeniería sólo sirven para exposiciones. Bueno, ya me amargué. Volvamos al sol primaveral iluminando mi cara.
Ahí viene. Durante meses vi este colectivo pasar sin pararlo, con cierta nostalgia y la seguridad de que no iba a subirme nunca más. Es algo característico de las separaciones. Un ex ya no es un ex, un ex es el colectivo o tren que tomabas para ir a la casa, la música que escuchaban mientras comían, las películas que vieron juntos en el cine, una voz, una forma de hablar y en estos últimos años, una pequeña foto en facebook, en la ventana del chat.

-Hasta la terminal por favor.
-¡Uf, qué viaje!
-Si
-Hay amor ahí, eh.

Mirar por la ventanilla es como mirar sin mirar, todos miramos, pero en realidad estamos pensando en otras cosas. Hay gente que piensa en conversaciones recientes, situaciones diarias, yo por otro lado pienso mucho en cosas que no pasaron, uso la imaginación para inventar cosas que me gustaría que la gente diga o haga. Situaciones inexistentes, personajes reales. Como si fuese una serie que se reinventa cada vez que subo al colectivo, o a veces si recuerdo como terminó el capítulo anterior puedo construir una continuación interesante.
Esta historia la pensé mil veces, a veces con finales deseables y otras un poco más realistas. Porque lo realista no es siempre lo que deseamos, pero bueno, yo soy dueña de lo que pasa por mi ventanilla mientras dure el viaje.

-Ya sabés como es él ¿Qué esperabas?
-Tiene un hijo ahora, pero el flaco no cambia más.
-Todo el mundo te lo dijo.
-Me lo prometió pero los fines de semana desaparece…

A veces las conversaciones de extraños en un colectivo te sacan de tu eje, vos venías imaginando tu historia, pero captás las palabras de otras personas y sin quererlo quedás pegada a una novela ajena, colorida, pero de otro. Son historias sin rostros que te cautivan por un instante, hasta difuminarse con un ringtone, el timbre, el vendedor ambulante o un grupo inquieto de secundaria que sube a los gritos sacando 7 boletos de $1.50.
En una hora pasan muchas historias en un colectivo.

-No soy sordo, ya tocaste dos veces.
-¿Y por qué no me parás?
-Ahí no es la parada.
-Si ustedes paran donde quieren, bien forros son.
-Dale, andá pibito.

La gente está de mal humor.

-Pero… te dije que estoy viajando… dejá… Ah, y encima me amenazás? Pasame con mamá, pasame YA con mamá. O me pasas ahora o voy y te reviento la cab… ¿Mamá vos me estás jodiendo? Te operaron hace dos días, tenés que… no, no me inte… tenés que… ANDÁ A ACOSTARTE, me importa poco que haya invitado a los amigos, vos está… ¿Eso te dijo? No, dejá, voy y le parto la cabeza, ya está. No, olvidate, me bajo, no, me bajo en tu casa… estab… estaba yendo a lo de Fiorella pero  no imp… no mamá, ahora bajo y la re cago a palos, estás recién… andá a acostarte, beso.

Hablar por teléfono en el colectivo… todos lo hacemos, y todos se enteran de nuestras microhistorias, pero es un viaje en el que somos desconocidos y pocas veces nos importa lo que los demás puedan escuchar, o ver.
Cuando son viajes más rutinarios a veces hay casualidades, para el que crea en ellas… Yo empecé a considerar que quizás existen un día en particular, viajando para la facu.

-Obvio.
-¿Pero vos me entendés lo que te digo?
-Sí, mi amor no te pongás mal, no te hagás malasangre.

Una pareja, una novela poco interesante escuchada al pasar. La recuerdo por otros detalles…
Soy de las que creen en la existencia de la memoria fotográfica, o puede que tenga más facilidad para acordarme algunos detalles y no los nombres. Hay caras que no olvido si me llaman la atención por algo, muchos lugares a los que se cómo viajar pero no sé la dirección exacta, y tampoco una aproximada. Detalles grabados en la memoria como un recorrido, un gorro, una cartera, una textura. En este caso en especial, unas botas tejanas con dibujos extraños y una cartera verde.
Al lado de ella, agarrándola de la cintura y de forma posesiva, un hombre de 50 y tantos, manos gruesas, cara de enojado. Ella parecía despreocupada, o quizás simplemente no quería               pensar en complicaciones a las 9 de la mañana.
¿Yo? Llegando tarde a alguna materia, seguro. Sentada cómoda, casi recostada en los asientos de a uno, cerca de la puerta, mis asientos favoritos. Día largo ese, volví a casa después de cursar por varias horas y de hacer algo más seguramente, que no recuerdo, no debe ser importante. Lo interesante fue que me subí a la misma línea de colectivo que me había tomado a la mañana. Me apoyé en la baranda de discapacitados, mirando sin ver a las dos personas más próximas a mí. Un segundo, quizás dos. Desvié la mirada, recordé, y volví a mirar: botas tejanas con dibujos raros y una cartera verde. Ella estaba pegada a un hombre de unos 30.
Sonreí, era la misma, la memoria fotográfica no falla ¿Qué posibilidades había de tomarse el mismo bondi a la misma hora con la misma persona a la ida y a la vuelta, y además, verla en medio de algo que no debía ser descubierto?
Es en ese momento en que te detenés a pensar si existen las casualidades o son todas causalidades. Conversación de bar o de juntada de amigos a las 4 de la mañana, cuando se terminó el alcohol, o quizás sólo se terminó el alcohol del bueno, y quedan marcas baratas y un mazo de cartas. Entonces todos comentan casualidades extrañas que les pasaron en sus vidas, te ponés a pensar en lo que hubiese pasado sin esa casualidad en el momento exacto ¿Hubiese conocido a esa persona? ¿Y si no la hubiese conocido, hubiera conocido a tal otra? ¿Y si no me quedaba dormida? ¿Y si me anotaba en otra materia seríamos amigos? En fin, esas suposiciones que no llevan a ningún lado y nos dejan con la misma sensación que teníamos cuando empezamos la conversación. No tenemos idea, si existen las casualidades o causalidades, nos miramos entre todos y decimos bueno, no importa, nunca vamos a saberlo, y no sabemos por qué, pero nos conocimos, conectamos, y acá estamos, compartiendo pelotudeces a las 4 de la mañana.

-¿Podés creer que lo único que me dejó es un colchón y la perra?
-JAJAJA
-No es gracioso, estoy durmiendo en el piso con la perra al lado.
-Bueno, así no tenés frío.
-Está re loca, pero mejor, no la quiero ni ver. Se fue con otro, me la juego.
-¿Te parece?
-Y si, se había empezado a arreglar de nuevo, que se yo. Te das cuenta.
-Igual ustedes se vivían peleando.
-No quiero hablar más de ella.
-Bueno, ¿Viste el partido?
-¿Sos boludo? Se llevó el televisor.

Hace un mes redescubrí lo lindo que es leer un libro mientras viajo. Es una buena herramienta para hacer oídos sordos a las historias ajenas o cuando te comen las neuronas las propias historias inventadas. Más cuando se tratan de una persona en particular, con nombre y apellido. A veces esas novelas propias, meditadas en silencio con los ojos perdidos en algún lugar de la ventanilla o del pasado, son más recurrentes para nosotros que el camino a recorrer para el chofer de la línea. Pesadillas del despierto podrían ser.
Leer es un buen método, porque hay momentos en los que ni los auriculares ayudan. Es probable que la lista de temas cuidadosamente seleccionados para distraerte en el viaje no terminen siendo más que la banda sonora de tu pesadilla del despierto. Y ahí te das cuenta lo jodida que estás. Inventás historias a través de la ventanilla, y encima las musicalizás.

Levanto la vista del libro, me alejo de la vida de Montag, y deseo que pueda escapar de esa sociedad extraña, que afirma que para ser felices no debemos leer ni pensar demasiado. En el no pensar, no saber, no leer, estaría la base de lo que todos buscamos constantemente.
Mi filosofía de vida es tratar de no complicarme demasiado, es cierto que si le damos vuelta a un tema varias veces terminamos por complicarnos nosotros y arruinar el tema en sí. Llevo la bandera del “no pensar”, así que esta historia como lectora quizás me ataque directamente. Pero intento justificarme, mi no pensar es mucho más ingenuo, del sentido de “no seamos tan histéricos y veámosle el lado simple a las cosas”. Listo, una vez justificada puedo continuar leyendo.

“Montag sintió que su sonrisa desaparecía, se fundía, era absorbida por su cuerpo como una corteza de sebo, como el material de una vela fantástica que hubiese ardido demasiado tiempo para acabar derrumbándose y apagándose.  Oscuridad. No se sentía feliz. No era feliz. Pronunció las palabras para sí mismo. Reconocía que éste era el verdadero estado de sus asuntos. Llevaba su felicidad como una máscara, y la muchacha se había marchado con su careta y no había medio de ir hasta su puerta y pedir que se la devolviera.”

Eso escribía Ray Bradbury ¿Eso era lo que estaba pensando yo? ¿Para qué iba realmente?
Volví a levantar la vista, y vi que en el colectivo sólo había una chica y yo. Bueno, y el chofer. Eso significaba que me faltaban minutos para bajar. “Hay amor ahí, eh” retumbó en mi cabeza. Y no, justamente era quizás eso lo que  no había más.

Sonó un tema de New Order en el celular de mi única y momentánea compañera, ese que dice I´m waiting for that final moment you say the words that I can´t say. Sonreí y me bajé, había viajado una hora y media por el tráfico, miré la calle con una sensación de final abierto. La letra entera de “Triángulo de amor bizarro” vino a mí como un martillazo mal dado, ese que en vez de dejar el clavo derecho lo tira para abajo y lo desestabiliza. Estaba casi segura que no iba a animarme a decir las palabras, y que él menos, porque iba a esperar que las dijera yo, o porque no las quería decir, o porque no las sentía.
Un abrazo largo, un beso en la mejilla, una breve reseña de nuestras vidas estos meses, un café, tostadas, más anécdotas, todos los libros en el mismo lugar, es decir, desparramados, el mismo sillón, la misma pintura que siempre le había dicho que era fea pero a él le gustaba, el mismo color de las paredes, la puerta vieja de la entrada, el perfume, las mañas, la radio, la sonrisa, la forma de caminar, la risa, los ojos, la mirada, nuevamente otro abrazo largo, el contacto, esa sonrisa de nuevo, la puerta vieja de la entrada. La vuelta.


Era la fantasía de ventanilla más probable que cualquier otra que hubiese pensado por meses. Caminé unas cuadras hasta su casa, deseando que por realista no fuese la realidad.